miércoles, 23 de junio de 2010

La modernización de la Justicia. Una aportación privada y personal

Nicolás de Salas, Socio director

Hace 22 años me callaron y puede que con razón, entonces. Estábamos en París con el que era en ese momento Ministro de Justicia, Don Fernando Ledesma, y, en representación del Notariado español, Don Juan Bolás Alfonso, prestigiosísimo Notario madrileño. Tras éste artículo hoy puede que otros también me callen. ¿Lo harán también ahora con razón?
Dice Bruce L. Benson en su obra The Enterprise of Law (en su versión española, publicada por Unidad Editorial, Madrid, 2000, Justicia sin Estado) que las consecuencias del monopolio estatal sobre la Justicia son: lentitud, utilización política, falta de flexibilidad ante los cambios y falta de claridad en la sentencias, entre otras. Por su parte Doña Gabriela Bravo, Portavoz del Consejo General del Poder Judicial en su intervención el pasado 16 de febrero en el Club Siglo XXI, afirma que las incontestables dilaciones que crónicamente padece nuestra Administración de Justicia son incompatibles con el artículo 24 de la Constitución Española; que las reformas e inversiones que se han producido en este ámbito han sido insuficientes; y que, cualquier inversión en este contexto decimonónico, está abocada a perpetuar el problema en lugar de solucionarlo. Y, todo ello, a menos que tras un periodo de reflexión colectiva previa, podamos definir un adecuado aprovechamiento de los recursos humanos que puedan adaptarse a criterios de eficiencia.
Frente al enquistamiento que produce el monopolio del Estado en la Administración de Justicia, con sus perniciosos defectos estructurales, se están alzando voces desde la propia Administración para su erradicación y mejora. Sin ir más lejos, la reciente reforma de la Oficina Judicial (Ley 13/2009 y LO. 1/2009 ambas de 3 de Noviembre), el Proyecto de Ley de Mediación y la reforma de la Ley de Arbitraje son prueba de ello.
Todas estas voces van encaminadas a quitar carga de trabajo a los jueces a fin de que sean capaces de absorber los más de 9 millones de asuntos que entraron en los Juzgados el año pasado. Todas son loables (y también seguramente perfectibles con el paso del tiempo y su práctica) pero, en mi opinión, todas se quedan cortas. El ciudadano no verá satisfecha su necesidad de amparo judicial si éste no es rápido. El ciudadano necesita una sentencia y su ejecución en un plazo prudencial de meses y no en un plazo interminable de años.
Al respecto, todos sabemos que, salvo honradísimas excepciones que, sin duda, las hay, el mejor incentivo a la productividad es el estímulo económico y el riesgo cierto de saber que se puede perder el puesto de trabajo. La Administración (y la de la Justicia no es una excepción) carece de estímulos económicos de significada importancia y asegura la permanencia del sueldo aun cuando el trabajo no se ejerza de la forma más competente.
Los pluses de productividad que actualmente imperan en la Administración de Justicia no se han demostrado suficientes. Las oficinas judiciales (insisto, salvo excepciones), acusan el corporativismo y todos los tics del funcionariado, no colaborando en la mayoría de ocasiones, en la rápida gestión de los asuntos. ¿Por qué pues no reasignamos a estos funcionarios en otros parámetros de trabajo? ¿Por qué los Notarios y Registradores, que son funcionarios públicos, tienen que tener a su cargo sus respectivas oficinas y empleados, y no así los Jueces?
¿Por qué unos funcionarios que tienen delegado el ejercicio de la Fe Pública actúan como empresarios individuales y otros funcionarios que también tienen delegada esa Fe Pública (la judicial) y la potestad jurisdiccional, actúan meramente como empleados a sueldo?
El Notario y el Registrador cobran por arancel fijado por la administración (en estos días de reducción del déficit público rebajado en un 5%), ejerciendo su función sin recelo por parte del ciudadano y sometido a un criterio revisor ante la Dirección General de Registros y del Notariado.
Vuelvo pues ahora a plantear esa propuesta que fue claramente rechazada hace veintitantos años. ¿Por qué los Jueces no pueden cobrar por arancel y ser ellos sus propios y autónomos empresarios? (Hoy por hoy hablo solo de la jurisdicción civil y mercantil de primera instancia, nunca de la penal o de familia).
La Administración puede adecuar los pluses de productividad actualmente vigentes al concepto de arancel utilizado en el ámbito notarial y registral, obligando a que sean los litigantes temerarios los que deban hacer frente a su pago y arbitrando las correspondientes medidas de subsidiariedad para aquellos casos de insolvencia. El sistema de recursos a instancias superiores regularía la calidad de los pronunciamientos, con las correspondientes consecuencias económicas para el órgano “a quo”, impidiendo así excesos en uno u otro sentido.
En la medida que el Juez empresario sea el gestor y responsable de su propia Oficina Judicial, y sea su capacidad de trabajo y de dirección de sus empleados la que marque su debida retribución, los resultados en el aumento del ratio de productividad no se harán esperar. Las Sentencias puede que dejen de esperarse durante años.
Este artículo no permite el extenso desarrollo que mi sugerencia plantea pero, si hemos podido aguantar con esta organización de la justicia desde que la reguló Eugenio Montero Ríos en 1870, seguro que podremos irla desarrollando en sucesivos artículos. Queda plasmado mi compromiso de su desarrollo y queda abierta la puerta a todos los que, como hace años, quieran rechazar esta voluntariosa propuesta.



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