
Son muchos los años de ejercicio profesional que vengo defendiendo la primacía de la Ley. Fueron también algunos los años que estuve sirviendo, en primera línea, a la defensa de la democracia. No soy pues un novel en estos campos y conozco la dificultad de servir a ambos valores. Pero dificultad no significa claudicación ante el más fuerte. Significa mayor esfuerzo para conseguir la conjunción de ambos.
La democracia no acepta que el poder derive de la fuerza. En las democracias el poder está legitimado. Pero el problema del poder no es sólo de titularidad, es sobre todo de ejercicio y el ejercicio del poder político no debe sucumbir ante el chantaje económico.
Vienen a cuento estas reflexiones, un tanto atípicas en un blog jurídico, a la vista de la postura de la patronal ANFAC que agrupa a los fabricantes de automóviles y camiones ante la aprobación de enmienda a una ley (la de Economía sostenible) que ha alterado la prepotencia con la que hasta la fecha negociaban estos fabricantes los contratos con sus concesionarios. Conozco bien el sector de la distribución de automóviles y puedo asegurar que los concesionarios siempre han estado sometidos a cláusulas impuestas y no negociadas que han llevado a muchos de ellos a desaparecer. No quiero entrar en todas estas cláusulas, solo en aquella de determinación obligada del número de vehículos que la marca impone comprar a sus concesionarios. No era equilibrado que por el fabricante se impusiese al concesionario distribuidor el número de unidades que se tendría que vender durante un periodo. El fabricante lo ordenaba, lo servía y lo facturaba: eso sí, con una financiación gratuita durante los primeros meses, pero en cualquier caso, con la obligación de su pago, aun no vendiendo los vehículos. En un juego de falso equilibrio, el concesionario tenía que aceptar la imposición de un número obligado de ventas y, las alcanzase o no, debía pagar.
Los abogados conocemos que la fuerza obligatoria del contrato deriva de la voluntad concurrente de las partes inspirada en el principio pacta sunt servanda; también que la fuerza obligatoria del contrato (artículo 1256 del CC) no debe dejar la validez y el cumplimiento de los contratos al arbitrio de uno sólo de los contratantes; y también que, si bien el artículo 1.091 del Código Civil determina que el contrato y la totalidad de su contenido es vinculante para los que en él intervienen, disposiciones posteriores al Código Civil (Ley General de Consumidores y Usuarios y Ley de las Condiciones Generales de la Contratación) han interpretado esas condiciones contractuales, en la observancia de la buena fe y el justo equilibrio de las prestaciones, excluyendo aquellas cláusulas que otorguen a una de las partes facultades discrecionales en el contrato. Las enmiendas aprobadas por nuestros políticos, consagrando el auténtico equilibrio entre fabricante y concesionario, conjugaban esos valores de legalidad y democracia a los que me refería. El aplauso debería haber sido, por tanto, unánime. Sin embargo la presión del lobby de fabricantes ya ha hecho tambalear esa conjunción.
Aquí es donde cabe preguntarse ¿puede el poder aceptar el chantaje económico? (El caso de Ryanair es otro ejemplo sangrante de estos días) ¿Deben nuestros gobernantes ceder la Legalidad ante presuntos perjuicios económicos anunciados por aquéllos que los provocarán o deben mantener la equidad, estimulando el libre mercado y la libertad de elección para doblegar la fuerza del chantaje? Es decir, siendo España un mercado con casi 28 millones de vehículos en circulación ¿no les puede salir caro a los fabricantes cumplir sus amenazas? ¿No es posible para el Poder aunar la preeminencia de la Ley en garantía del equilibrio contractual y la defensa de una economía justa de mercado?
Estoy seguro que nuestros gobernantes apreciarán las bondades de cualquier negociación, que como abogado propugno, pero en cualquier negociación también debe primar la renuncia al chantaje y la defensa de nuestra democrática legalidad.
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