jueves, 21 de julio de 2011

Facultades del administrador y recurso contencioso-administrativo


Antonio Valmaña, Abogado

Los administradores de las sociedades mercantiles disponen de un amplio poder de representación. Son tan amplias sus facultades al respecto que encontramos en la legislación societaria dos preceptos muy significativos. El primero de ellos es el artículo 185.6 del Reglamento del Registro Mercantil (RRM): “No podrán inscribirse en el Registro Mercantil las enumeraciones de facultades del órgano de administración que sean consignadas en los estatutos”. El motivo para tal prohibición es doble: por un lado, se entiende que es tan amplia la capacidad del administrador para representar a la sociedad que resultaría superfluo inscribirla detalladamente; por el otro, establecer un largo listado en el que –por error u omisión– no figurase alguna facultad, podría hacer pensar que dicha facultad no se detenta. Por lo tanto, no se admite la inscripción de ese listado para evitar el riesgo de que, interpretándolo con carácter numerus clausus, se pudiera incurrir en algún error.
El segundo precepto al que debemos referirnos es el 234.1 in fine de la Ley de Sociedades de Capital (LSC): “Cualquier limitación de las facultades representativas de los administradores, aunque se halle inscrita en el Registro Mercantil, será ineficaz frente a terceros”. Es decir, ni siquiera la voluntad de los socios es suficiente para vaciar la figura del administrador del poder de representación que la propia legislación mercantil le confiere, puesto que la medida no sería eficaz en el ámbito ordinario de relaciones de la sociedad con terceros.
Sorprende mucho, por este motivo, que en el ámbito de lo contencioso-administrativo exista una línea jurisprudencial que ponga en duda esas facultades del administrador social y le exija una prueba adicional sobre las mismas (que, como hemos dicho, existen necesariamente porque no pueden limitarse ni siquiera en estatutos ni tampoco por acuerdo de junta).

Exigencia de acreditación

El origen del problema parece situarse en una interpretación muy rigurosa –y que juzgamos incorrecta– del artículo 45.2.d de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (LJCA). Dicho precepto exige que, cuando se presente un recurso contencioso-administrativo, incorpore éste, entre la documentación anexa, “el documento o documentos que acrediten el cumplimiento de los requisitos exigidos para entablar acciones a las personas jurídicas con arreglo a las normas o estatutos que les sean de aplicación”. El precepto resulta superfluo en su aplicación a las sociedades mercantiles: si los estatutos no pueden limitar válidamente el poder de representación de los administradores, podemos deducir razonablemente que no habrá ningún caso en el que un administrador no esté facultado para interponer una acción como, en el caso que ahora analizamos, el recurso contencioso-administrativo.
Sin embargo, con apoyo en este precepto, el Tribunal Supremo manifestó en su Auto de 3 de abril de 2000 lo siguiente: “Es obligado, por lo tanto, que para acatar lo dispuesto en el artículo 45.2.d de la LJCA se acompañen al escrito de interposición del recurso contencioso entablado a nombre de una persona jurídica cualquiera, bien el acuerdo de la Junta General, Junta de Socios, o cualquier otra institución análoga que represente el máximo poder decisorio dentro de la entidad, decidiendo el ejercicio de la acción correspondiente, bien la transcripción pertinente de las normas estatutarias, o de otro orden, de las cuales se desprenda con claridad que la facultad de acordarlo así no ha sido reservada a favor de la Junta y, consiguientemente, los legales representantes de la corporación, sociedad o entidad de que se trate, están facultados, no solamente para comparecer en su nombre ante los Tribunales, sino también para acordar la interposición de la demanda sin acuerdo del máximo órgano representativo de la corporación o asociación”.
La citada resolución resulta excesivamente formalista en relación a la LJCA y manifiestamente contraria al espíritu inspirador de la legislación mercantil, puesto que el administrador está perfectamente facultado para interponer acciones judiciales en nombre de la sociedad. Así ocurre en la jurisdicción civil, en la que el administrador emprende dichas acciones apoderando por sí mismo al procurador, sin que sea exigible acuerdo alguno de la junta general. Al fin y al cabo, la interposición de una demanda ante un juzgado no difiere en exceso, a efectos de que la sociedad quede obligada por los actos de su administrador, a la firma de un contrato de cualquier tipo celebrado con cualquier tercero.

La validez de la actuación

La actuación que un administrador lleve a cabo en nombre de su sociedad cabe presumirla, a priori, perfectamente válida, salvo que se trate de una actuación que exceda manifiestamente de su ámbito de competencias. En todo caso, la interposición de una acción judicial no cabe considerarla de ningún modo una actuación impropia de sus facultades, por lo que entendemos que debe ser perfectamente válida y desplegar plenos efectos, a pesar de lo que diga el artículo 45.2.d de la LJCA. Y es que entendemos que la mera condición de administrador debe ser ya suficiente para considerar cumplido lo que ese precepto exige. En este sentido, la presentación de una nota registral en la que conste la vigencia del cargo debería ser ya más que suficiente.
La ineficacia externa de las limitaciones que, en su caso, la junta o los estatutos pudieran establecer sobre las facultades del administrador conllevaría que la Administración de Justicia, al igual que cualquier otro tercero, se viera vinculada por la actuación de ese administrador: de igual modo que un proveedor tendría por efectuado un pedido, el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo debería tener por interpuesto el recurso. Y ello es así porque, además, nuestra legislación societaria sigue en este sentido las directrices establecidas por la legislación europea, que atribuye a los administradores las máximas facultades de representación orgánica, sin que quepa posibilidad de limitarlos en el seno de la propia sociedad administrada.
A pesar de todo ello, el Supremo sigue manteniendo la necesidad de acreditar la existencia de un acuerdo expreso de la junta o, en su defecto, una mención expresa en los estatutos sociales que faculte al administrador para llevar a cabo el ejercicio de la acción, cosa que consideramos redundante e innecesaria.
En todo caso, así lo señala el Alto Tribunal en su Sentencia de 2 de marzo de 2010, en que entiende que el recurso es admisible porque existía una habilitación expresa para ello por parte de la junta: “fehacientemente se demuestra que el señor José Miguel, en su calidad de administrador solidario, estaba facultado según el acuerdo social”, es decir, según el acuerdo de la junta general de socios.
Lo cierto es que cuando un Juzgado de lo Contencioso-Administrativo exija a la persona jurídica que interpone el recurso que, con carácter previo a su admisión (y determinante para ésta), acredite la facultad de representación del administrador, bastará generalmente con aportar unos estatutos en los que conste la correspondiente facultad o, en caso contrario (porque los estatutos no entren en tanto nivel de detalle), un acuerdo de junta en que se le habilite especialmente.
Pero esta facilidad con que podrá subsanarse el defecto eventualmente manifestado no debe hacernos perder de vista que, en realidad, tal defecto nunca habrá existido, por cuanto la actuación del administrador habrá sido perfectamente válida, en todo momento, desde el punto de vista de la legislación mercantil, que le faculta para la interposición de acciones y, a mayor abundamiento, impide a la sociedad administrada limitar de cualquier modo los poderes que el cargo de administrador conlleva de forma implícita.

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